Santo Ángel ¿Un pueblo sin cementerio?

Santo Ángel, noviembre 2019 | Ángel Matas Zapata.

Santo Angel ha estado unida desde siempre a La Alberca y ha compartido, como es lógico, las infraestructuras de una unidad de población común. Cuando se produjo el acuerdo del Pleno Municipal de Murcia que suponía el “brexit” que configuraba a Santo Angel como entidad independiente, algunas de estas infraestructuras quedaron en terrenos de La Alberca, entre otras el cementerio.

La Media Sala

Durante años han sido abundantes las bromas de nuestros amigos alberqueños sobre la escasa importancia de nuestro pueblo (la Media Sala), ya que no teníamos ni cementerio, y eso es históricamente discutible, pues en nuestros alrededores esta el mayor cementerio ibero de España, situado junto al convento de Santa Catalina, que se conoce como «El Cabecico del Tesoro», con mas de 2500 años de antigüedad, y del que se han excavado mas de 600 tumbas, que será objeto de un trabajo de recopilación de datos próximamente.

El poblado de Santa Catalina del Monte

Fotografía: El poblado de Santa Catalina del Monte (Fotografía iArqUm)

Lo que es menos conocido es que el Cementerio Municipal de Murcia, Nuestro Padre Jesus de Espinardo, estuvo a punto de ser ubicado en Santo Ángel y en base a esto, y ante la proximidad de la festividad de Todos los Santos, muy propicia para hablar de estos asuntos, vamos a desarrollar este pequeño trabajo, que iniciaremos haciendo un poco de historia sobre los enterramientos a lo largo del tiempo.

En la Prehistoria

Nos dice el profesor Lomba que “en Prehistoria, cuando hablamos del mundo funerario diferenciamos en sus orígenes entre la parte meramente profiláctica (eliminar un cadáver en descomposición y alejarlo físicamente de la comunidad) de aquello que supone un «algo mas», es decir, cuando ese hecho se acompaña de ciertos ritos y actitudes que nos hablan de la creencia en un mas allá. La primera evidencia clara de esto es de unos individuos que no son como nosotros, humanos anatómicamente modernos (comúnmente sapiens) sino que son neandertales: en Shanidar (Irak) aparece un individuo muerto a una edad avanzada, sin dientes y con problemas muy severos de movilidad por artrosis, al que han mantenido en vida durante tiempo a pesar de no valerse (seguro que le tenían que dar papilla y moverlo físicamente para desplazarlo): cuando muere lo colocan en posición flexionada y a su lado ponen unos ramos de flores… luego tapan la pequeña fosa con un amontonamiento de piedras y tierra. Se reconoce esto como una prueba evidente de que los neandertales tenían plena conciencia de sí mismos, y el enterramiento refleja eso: un animal se queda sin entender cómo un cuerpo deja de moverse, y es frecuente por ejemplo que elefantes o chimpancés actúen como si siguiera vivo, le empujan, lo portan… hasta que ya es claro que no reacciona: no lo entienden. Nosotros (y los neandertales) sí.

Por otra parte, en un acto funerario hay tres partes: antes, durante y después. Y esto es clave. En el antes preparamos (hacemos la pirámide, excavamos y preparamos la fosa, organizamos lo que va a ocurrir desde el punto de vista social, y hacemos el velatorio. En el durante estamos en el momento en el que actuamos definitivamente sobre el cadáver (quemamos, enterramos, esparcimos, troceamos, tiramos, encerramos…). Y luego está el después, que supone el luto por una parte y la rememoración por otra. El día de todos los santos es eso último, por ejemplo”.

Los sumerios, hace seis mil años, amortajaban ya a sus difuntos metiéndolos en cestos de juncos trenzados. Y los textos antiguos dicen que lo hacían «movidos por el temor».

Cementerio Monasterio de la Luz

Fotografía: Cementerio del Monasterio de la Luz

El temor a los muertos

El temor es una de las claves para entender el invento del ataúd, que no es más que un intento de hacer imposible el retorno del muerto. El ataúd tiene su origen en estos antiguos temores. Es cierto que la costumbre de enterrar al difunto bajo metro y medio de tierra podía ser suficiente, pero para mayor seguridad se tomó la precaución de encerrarlo en una caja de madera y clavar la tapa. Los arqueólogos aseguran que el número de clavos que se ponía era a menudo exagerado. Y no contentos con estas precauciones, se cegaba la entrada de la tumba, o se la cubría con una pesadísima losa… es origen de la lápida.

Así, no sorprende que la mayoría de los ritos y ceremonias funerarios tengan un origen común: el terror ante la idea de que el espíritu del fallecido pudiera regresar al lugar donde había transcurrido su existencia.

En los pueblos del norte de Europa, se ataba el cuerpo después de decapitarlo y de amputarle los pies. Así pensaban que evitarían el que los muertos persiguieran a los vivos. A ese temor ancestral obedece, asimismo, la costumbre entre los pueblos mediterráneos antiguos de enterrar a los seres queridos lejos del poblado. Se pretendía engañar al difunto. Evitaban así que pudiera regresar. Para asegurarse, daban varias vueltas por los alrededores para «despistar» al muerto.

En muchas culturas antiguas se solía sacar el cadáver por la parte trasera de la casa, e incluso se llegaba a abrir un boquete en la pared por el que se sacaba el cuerpo del fallecido… orificio que era tapado inmediatamente después del entierro. Así el difunto no sería nunca capaz de volver a su antiguo hogar.

El Cristianismo

Aunque el Cristianismo, y anteriormente la tradición judía, veía con buenos ojos la visita a los cementerios, la mayoría de los pueblos antiguos jamás osaban acercarse al lugar del eterno reposo, en parte por un temor irracional a ser arrastrados al mundo de ultratumba.

Entrada al Cementerio de Santa Catalina del Monte en Santo Ángel

Fotografía: La entrada al cementerio de Santa Catalina. Junto a la puerta se pueden observar los muros del primitivo convento.

El temor a la muerte fue el origen del luto, así tras el fallecimiento del marido, la viuda lloraba desconsoladamente sobre su ataúd, y se revestía de un largo velo negro. No lo hacía por respeto al difunto, sino por miedo al espíritu merodeador del esposo. El velo era una máscara o disfraz protector.

En la antigua Roma se enterraba a los difuntos al atardecer, guiados por un propósito muy concreto: despistar al muerto. Llevaban antorchas, y cuando llegaban al cementerio ya había anochecido del todo. Asociaban el fuego con la muerte: de hecho, la palabra «funeral» viene de la voz latina «funus», que significa «tea encendida».

Decíamos antes como los romanos enterraban a sus familiares a las afueras de la ciudad, junto a los caminos. Los musulmanes, como norma general y siguiendo la tradición romana, los situaban fuera de la muralla, sin vallado alguno, pero junto a los caminos que conducían a las puertas principales; en Murcia se han encontrado varios casos de cementerios abandonados tras sucesivas ampliaciones de la murallas y quedar  entonces dentro de la ciudad.

Creencias antiguas

Pero hay una creencia muy antigua que destaca la importancia de ser enterrados de forma que se pueda aprovechar por parte del difunto, las influencias que permitan obtener ventajas y privilegios de cara a la eternidad. En el Martyrium romano de La Alberca, considerado uno de los monumentos paleocristianos mas antiguos de Europa, (siglo IV d.C.), encontramos que alguien poderoso consigue hacerse con el cuerpo de un mártir, y construye un panteón en el que se enterrará toda la familia, lo mas próximo a este santo, para aprovecharse de él, y obtener influencias que les permitieran y garantizaran la salvación eterna.

Posteriormente, y en vista de la dificultad de encontrar mártires disponibles, se cambia de estrategia y se ponen de moda los enterramientos en el interior de Iglesias y Catedrales.

Monumento a Ángel Romero Elorriaga en Villa Pilar

Fotografía: Monumento a Ángel Romero Elorriaga en Villa Pilar

Cuando la conquista de Murcia, los cristianos ya tenían por costumbre enterrarse dentro de las iglesias, o en el atrio, muy cerca de ellas, aunque esto último era signo de pobreza y de escasa estimación social. De esta manera quedaban bajo la protección inmediata de Dios, y siempre presentes en el recuerdo y en las oraciones de sus familiares en cada visita a la iglesia.

Hay que recordar, que ademas del beneficio que de cara a la eternidad suponía el ser enterrado en recinto sagrado, uno de los argumentos que más peso tuvieron a la hora de permitir los enterramientos en el interior de las iglesias, fue utilizar la visión de las sepulturas como parte de la educación moral de los fieles que reflexionarían sobre su final mortal, y en consecuencia, reconducirían sus acciones, en pos de su salvación eterna.

Los más poderosos se enterraban en capillas particulares y el resto en el suelo de las naves . En muchos lugares de la geografía cristiana se han conservado cementerios en la misma entrada a las iglesias, o al menos en una zona inmediata. De hecho, la presencia de la muerte era una constante en la vida cotidiana durante muchos siglos.

Problemas para las autoridades

Ahora bien, las inhumaciones en el interior de los templos estaban causando no pocos problemas a las autoridades eclesiásticas. Especialmente cuando se daban periodos de alta mortalidad, en parroquias densamente pobladas en el centro de la ciudad. Entonces, las bóvedas funerarias y sepulturas comunes se saturaban de cadáveres.

Del mismo modo en que los muertos habían ido progresivamente haciendo suyo el espacio del templo, llegó un momento en que tuvieron que ir abandonado esos privilegiados enterramientos. Si lo que propició su entrada en las iglesias había sido aquel en que primaba el beneficio de las almas de los fieles, fue muy distinto el que motivó su salida. La salud corporal de los vivos, así como los desagradables olores que hacían insoportable la visita a los templos, a pesar del uso indiscriminado del incienso, supuso el fin los enterramientos en las iglesias.

Cementerio de las Hermanas apostólicas de Cristo crucificado - Villa Pilar

Fotografía: Entrada del cementerio de las Hermanas apostólicas de Cristo crucificado – Villa Pilar

Real Cédula que prohibía las inhumaciones en las iglesias

En España, el punto de partida se produjo en el año 1787, cuando Carlos III dictó una Real Cédula que prohibía de modo general las inhumaciones en el interior de las iglesias. Para ello, instaba a la construcción de «los cementerios fuera de las poblaciones, en lugares ventilados».

Aparte de las razones sanitarias, la Real Cédula tuvo que hacer frente a una mentalidad muy arraigada en la sociedad, por lo que su aplicación no fue sencilla. La creencia de que las reliquias y el enterramiento en el interior o junto a los templos procuraba un beneficio espiritual demoró durante décadas la aplicación efectiva de la norma. Requirió convencer no sólo a las autoridades eclesiásticas, que con su aplicación perdían una parte de su poder de control social y se reforzaba el poder del Estado, sino a los propios feligreses, que continuaron durante mucho tiempo prefiriendo enterrarse al viejo estilo y buscaban incluso cómo escapar a las disposiciones reales.

Progresivamente, a lo largo del siglo XIX, en toda España las inhumaciones dejaron de practicarse en el interior de los templos y se trasladaron a los nuevos cementerios, que se construyeron extramuros de las ciudades. En las localidades importantes, sus ayuntamientos tomaron la iniciativa, pero en las pequeñas poblaciones la gestión de la muerte continuó estando bajo la autoridad de la Iglesia en forma de cementerios parroquiales.

El primer cementerio del nuevo estilo fue el de La Granja de San Ildefonso en Segovia, tras el cual vinieron muchos ejemplos y, entre ellos ,el cementerio de Nuestro Padre Jesús de Murcia, inaugurado en 1885 durante la epidemia de cólera.

Cementerio de las Hermanas apostólicas de Cristo crucificado - Villa Pilar

Fotografía: Cementerio de las Hermanas apostólicas de Cristo crucificado – Villa Pilar

El cementerio contemporáneo surgió en el siglo XVIII como un dispositivo para solucionar un problema sanitario. El movimiento higienista, que se desarrolló en toda Europa, remarcó la obligación del Estado por ordenar la salud de la ciudad y de sus habitantes, lo que impulsó importantes cambios de mentalidad basados en razones médicas.

El cementerio municipal de Murcia

La historia del cementerio municipal de Murcia es el relato de la modernización de un país y de cómo el Ayuntamiento de la época, dentro de su posibilidades y sorteando las dificultades puestas por las autoridades religiosas, llevó a cabo esta obra.

Para la sociedad del siglo XIX, el cementerio formaba parte de la nueva ciudad, de los nuevos servicios que le eran requeridos al consistorio; y debía ser “monumental”, como el teatro o el mercado público.

Con la llegada de la Ilustración (higiene, progreso, salud) dio comienzo un cambio de mentalidad y fue Carlos III –con el apoyo del Conde de Floridablanca– quien promulgó la Real Cédula el año 1787 sobre establecimiento de cementerios fuera de poblado, “en beneficio de la salud pública de mis súbditos”, dejando muy pocas excepciones para seguir con la antigua costumbre.

Pronto surgieron los primeros problemas, pues llevar a cabo tal orden significaba que la Iglesia perdía algunas de sus prerrogativas, al tener que ceder parte del control sobre lo relacionado con la muerte. Un sector de la sociedad tampoco era favorable al cambio, pues la idea de enterrar a sus familiares alejados de la protección espiritual de las iglesias y fuera de las poblaciones significaba que dejaban a sus fallecidos desprotegidos y abandonados, ya que los nuevos cementerios estaban en despoblado, si bien cerca de algún edificio religioso.

Tumbas de las Madres María Seiquer, Amalia Martín y de D. Angel Romero en el interior de la Capilla de Villa Pilar

Fotografía: Tumbas de las Madres María Seiquer Gaya, Amalia Martín De La Escalera y de D. Angel Romero Elorriaga en el interior de la Capilla de Villa Pilar

El caso es que Murcia obedece la orden real y el 10 de noviembre del año 1796 es bendecido por el obispo de la diócesis el cementerio de la Puerta de Orihuela. Vendría a estar situado en el Barrio de La Paz. Un segundo cementerio, el llamado de la Puerta de Castilla, San Andrés o de La Albatalía, fue inaugurado en el año 1811, con motivo de una epidemia de fiebre amarilla que acabó con la vida de miles de murcianos. Su localización estaría cerca del cruce de la A30 con Ronda Norte, en la huerta.

La capilla era usada como lugar de culto

Pero el primero pronto se vio incapaz de dar cabida a la población que fallecía y además, la ciudad se iba acercando, pues incluso su capilla era usada como lugar de culto para los vecinos próximos. El segundo se hizo con las prisas propias de una emergencia y el lugar no era el idóneo a causa del nivel freático que causaba continuas molestias por olores y vertidos a las acequias. Por Real Orden de 1883 se clausuraron
para siempre estos dos cementerios y la necesidad de uno nuevo se convirtió en urgente.

Como anécdota, en 1877, el mismo año que el ayuntamiento decide la creación de un nuevo cementerio, el Marqués de Pinares donó 39 tahúllas que formaban parte de su extensa finca situada entre Santo Angel y Algezares, a los pies de la Fuensanta, que hoy se conoce como el Huerto de la Virgen, y con la única condición de poder elegir sitio para su enterramiento y el de su familia. Aunque se estudió su ofrecimiento, no se consideró oportuno por afectar negativamente a los santuarios de La Fuensanta, La Luz y Santa Catalina “como zona de esparcimiento para las familias”.

Interior del cementerio de Santa Catalina

Fotografía: Tumbas en la capilla del monasterio de Santa Catalina del Monte. Es de aspecto moderno ya que el antiguo, con tumbas desde 1441, fue arrasado cuando el asalto al convento en 1936, en que se destrozaron todas las lápidas e incluso se quemaron los cuerpos que allí reposaban desde hacía siglos.

Otra anécdota es que la ubicación definitiva no fue cosa del alcalde, arquitecto o comisión encargada, sino acuerdo de una reunión popular que resultó multitudinaria. Un bando municipal de 1883 convocó a los ciudadanos para escoger la ubicación. De ahí salió por unanimidad el lugar: Los Llanos de Espinardo y su cerro de San Cristóbal, y así quedó definitivamente acordado.

Se compraron 90.000 m2 y en 1884 comenzaron las obras. Se construyó el muro de cerramiento y algunos pabellones; no así la capilla , ni la actual entrada monumental. La bendición, por el párroco de Espinardo, tuvo lugar el 5 de junio de 1887. Al día siguiente se enterraron 3 párvulos. Pero seguían existiendo desavenencias entre el Ayuntamiento y el obispo, hasta que se firmó un acuerdo, por el que se indemnizaba a la
Iglesia con 1.500 pesetas por la clausura de los cementerios y se cedía gratuitamente al Cabildo Catedralicio un terreno para enterramientos de sacerdotes y religiosas. Fue el Gobernador Civil quien hizo la segunda inauguración, siendo la oficial el 28 de octubre de 1887 con la apertura de la capilla y el primer enterramiento oficial, cuando de hecho ya habían superado los 800 enterrados.

El murciano Pedro Cerdán Martínez como nuevo arquitecto municipal, fue el encargado de la construcción del resto de los pabellones y del osario, pero no será hasta 1895 cuando den comienzo las obras del elemento más representativo y monumental del recinto: la portada.

Puerta principal del cementerio de Nuestro Padre Jesús

Fotografía: Puerta principal del cementerio Municipal de Murcia, Nuestro Padre Jesus de Espinardo

Curiosos costumbres y tradiciones

También es curioso comentar algunas costumbres y tradiciones como las siguientes:

En España, el entierro propiamente dicho comenzaba con la ceremonia de sacar el ataúd de la casa del difunto, cuidando de que el difunto “salga con los pies por delante”, como recomiendan dichos, sentencias y refranes.

La tradición dictaba que el féretro debía ser llevado exclusivamente por los hombres de la familia o muy allegados al difunto, llegando a ocurrir que si eran desconocidos quien lo hacían, las mujeres y vecinas de la familia les sometían a todo tipo de insultos, desde la puerta o ventanas de la casa del muerto, pues hasta el siglo XX era preceptivo que, salvo las plañideras profesionales, ninguna mujer acompañara al difunto
hasta el lugar de su sepultura. El recorrido, como antes el velatorio, debía gozar de la presencia de las mencionadas lloronas, pues «las lágrimas aportan la sal necesaria en el tránsito a la otra vida», quedando asociada la cantidad y el desgarro de su llanto a la categoría social y el rango del muerto.

Entre las supersticiones de origen religioso estaba la de evitar celebrar el entierro los viernes. Otra superstición muy popular, aunque prácticamente desaparecida, decía que al cruzarse con un entierro, era obligatorio quitarse el sombrero o la gorra y santiguarse, pero no era como muchos creen como señal de respeto al difunto, sino por ser señal de mal augurio.

Queda la anécdota de que el gran matador Rafael Gómez Ortega ‘el Gallo’ renunció a torear en varias ocasiones, por haberse encontrado con un entierro cuando se desplazaba hasta la plaza.

Para finalizar volvemos al inicio de este pequeño trabajo. Es cierto que nuestro pueblo carece de cementerio, pero también es verdad que contamos, ademas de con el ya reseñado del Cabecico del Tesoro, considerado como el mayor cementerio ibero descubierto hasta la fecha, con otros como el del Eremitorio de La Luz, el del convento de Santa Catalina, y mas recientemente el de Villa Pilar.

Cementerio Nuestra Señora del Rosario pueblo de la_Alberca (Murcia)

Fotografía: Cementerio Nuestra Señora del Rosario pueblo de la Alberca (1907 – Murcia)

Mientras tanto, estamos seguros de que contaremos con la generosidad de los alberqueños, que nos seguirán permitiendo ir a reposar eternamente en su coqueto cementerio.

Me gustaría terminar este pequeño trabajo agradeciendo la amabilidad del Padre Fresneda, que no solo autorizó la visita, sino que se ofreció a hacer de guía durante el recorrido por el interior del convento de Santa Catalina, consiguiendo, que con explicaciones y anécdotas, contadas con tanta simpatía y naturalidad, hacernos pasar un rato muy agradable. Lo mismo ocurrió en Villa Pilar, donde obtuvimos todas las facilidades para la realización de estos trabajos por parte de la hermana Alicia Plaza, Superiora General de las Hermanas Apostólicas de Cristo Crucificado y de la Hermana portera Consuelo, que nos recibió con el cariño y la simpatía de siempre. También hemos tenido el honor de que el profesor D. Joaquin Lomba, profesor de Prehistoria de la Universidad de Murcia, se interesara por este pequeño trabajo e hiciera alguna aportación.
Y para finalizar es de agradecer la colaboración importantísima de nuestro amigo Jerôme, que maqueta y corrige todos los proyectos, aporta sus conocimientos en fotografía y se encarga de publicarlos en la pagina web de nuestra Asociación de Vecinos.

A todos ellos mi mas sincero agradecimiento.

Cementerio de Santa Catalina del Monte

Fotografía de la entrada al cementerio del monasterio Santa Catalina del Monte.

Este articulo forma parte del Taller “recopilación de la historia y la memoria de Santo Ángel” 2019.

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Fotografías:

– Jerome van Passel
Grupo de investigación en arqueología de la Universidad de Murcia (iArqUm)

Bibliografía:

cultopia.es – Breve historia de los cementerios.
patrimur.es.
– Rituales de enterramiento. Blog de Emma Rodríguez.
El origen de la conciencia de la muerte. Rebeca Martín Llompart.
Cultura funeraria popular en España y su presencia historiográfica. Joaquín Zambrano González. Universidad de Granada.

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– Diario la Verdad

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